Resulta imposible crear narrativas alternativas para el futuro de las ciudades si la manera de observar, pensar e imaginarlas sigue separando la naturaleza productiva de aquella salvaje y metafórica. El Pabellón está construido en un parque privado, en el primer cuadro de la ciudad de Monterrey, adyacente a su espacio público más representativo, la Macroplaza. Este vacío urbano es utilizado casi exclusivamente como espacio de transición de una esquina a la otra y, con el tiempo, ha adquirido los tonos áridos de los pastos y árboles nativos, contrastando con los espacios programados, jardines adornados y monumentos de la Macroplaza. Lo ordinario de su paisaje ha sido quizá el arma más poderosa para un árbol mezquite de doscientos años, permitiéndole ser invisible y crecer salvaje en el espacio más político e intervenido de la ciudad. El Pabellón sigue una configuración sencilla: una plataforma rectangular situada alrededor del mezquite. La sensación de abrigo y protección—tanto del sol como de las miradas ajenas—que ofrece la sombra del árbol, invita al ocio y a la somnolencia, haciendo de su uso principal la siesta de media tarde o el simple lujo de tomarse un respiro de la vida diaria, para aquellos quienes no tienen un refugio disponible. Esta conexión entre lo ordinario y lo poético hace que un mezquite bicentenario, que ha sido silencioso testigo de las especulaciones inmobiliarias y agendas políticas de la ciudad, se vuelva de pronto visible. El acto de dormir bajo su sombra sin exigirle nada adicional, abre la posibilidad de establecer una relación más benévola con el territorio. En un sistema que premia la productividad, el ocio en un espacio que no genera consumo alguno, resulta subversivo.

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